Cuando era una adolescente de dieciséis años ejercía bastante bien mi papel, tanto es así, que era muy buena a la hora de encontrar excusas cuando me quería escaquear de alguna tarea indicada por mi madre o cuando había metido la pata y buscaba redimir mi actuación. También he de decir a mi favor que éramos 5 hermanos y yo la de en medio, y de alguna manera una tenía que buscarse cómo hacer que el reparto de obligaciones fuese equitativo ya que mis hermanos eran mucho más eficaces que yo en ese aspecto.

El tema es que nunca olvidaré una frase de mi padre un día de esos en los que yo me las ingeniaba para salir airosa en una discusión en la que no estábamos de acuerdo, y que además, no me gustaba nada el resultado de la decisión que había adoptado mi padre respecto a mi demanda. Él después de escuchar cada una de mis réplicas utilizó toda su templanza para decirme: María Isabel – me llamaba así cuando la cosa se ponía seria- no sigas por ahí, no utilices la teoría de la justificación para convencerme. Yo le miré con cara de sorpresa y le dije que no entendía bien cuál era esa teoría, entonces me contestó: Siempre encontrarás una excusa que justifique tu acción para sentirte bien contigo misma y frente a los demás, pero si lo piensas bien, te darás cuenta de que puede que no sea la verdadera razón.

Hoy me resulta paradójico ver que muchos de los padres con los que trabajo día a día utilizan esa misma teoría para explicarme porqué cuando les planteo alternativas para tomar la que creo la mejor decisión respecto a la educación y crecimiento personal de sus hijos, optan por el lado contrario. Sobreprotegen a sus hijos protegiéndose a ellos mismos de la consecuencia que supondría frustrarles para hacerles más fuertes. Su razonamiento les dice que no lo están haciendo bien, sin embargo, sienten que les supera la situación y ceden ante las rabietas e insistencias de sus hijos adolescentes, que saben perfectamente cual es la estrategia a seguir para que se cumplan sus deseos.

Me entristece la situación porque en un futuro cercano habrá consecuencias y ese hijo o esa hija, sufrirá su propia debilidad. Querer a nuestros hijos supone poner en marcha la maquinaria de educar en el compromiso y en el esfuerzo, y para ello deberemos ser constantes y pacientes.

Nadie dijo que sería algo fácil ni para ellos ni para mí.

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